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Here Be Fairies

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CherryandBerry's avatar
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El cementerio de Gibraltar era, paradójicamente, un lugar muy alegre. Repleto de flores y plantas varias, era algo común ver gente paseando entre las tumbas y sentándose a la sombra de los árboles, ya fuera en compañía de otra persona o de un buen libro. A Gabriel e Eve también les gustaba jugar allí, con aquel toque de magia, de misterio… de fantasía.

(Eran los ahijados de Inglaterra, al fin y al cabo. ¿Cómo no verse atraídos a algo así?)

Era también aquel cementerio un lugar de nostalgia y recuerdos, de sonrisas y lágrimas. No había un día en que alguno de los visitantes del lugar, por lo general con un generoso ramo de flores en las manos, buscara entre las lápidas hasta pararse frente a una en concreto, una cuyo nombre grabado significaba algo para él. Quizá un amigo, quizá un padre, quizá un antiguo amor. Dejaban las flores, a veces decían algunas palabras, otras se quedaban en silencio. Tampoco era extraño algo llanto. Cada llevaba las pérdidas a su manera.

Y los dos niños, a pesar de que no podían verlos, podían sentir en cierto manera el agradecimiento de aquellos que visitaban y estaban seguros de que dedicaban una brillante sonrisa.

(Tanto tiempo bajo la custodia de Arthur había conseguido que sus habilidades extrasensoriales se desarrollaran de manera notable. O eso, o les había contagiado parte de su locura.)

Había un día en que, a su manera de verlo, magia y recuerdos se unían de una curiosa y deliciosa manera. Era una rutina, año tras año, no hacía tanto como para que no pudieran recordar el comienzo pero sí como para que les llamara la atención. La curiosidad de un niño es infinita, y ellos no eran la excepción en ese sentido.

Aquel año tampoco falló la cita. A las diez de la mañana, sin un segundo de retraso, una joven entró por la puerta principal del cementerio, envuelta en la luz blanquecina de la mañana y cargando un abultado de claveles. Su melena blanca ondeó con el viento como vela de barco y sus ojos grises reconocieron la zona, ya tan familiar después de tanto tiempo.

(Si no fuera porque podían verla con total claridad, ambos pequeños habrían jurado que era un hada.)

La mujer, como siempre, serpenteó segura entre las distintas lápidas de mármol y granito hasta llegar a una de tamaño medio, de color negro, con los nombres de un matrimonio escritos en letras brillantes. Tanto Gibraltar como Levante se sabían aquellos nombres de memoria: Gregor L. River y Marisa Armando Reyes. Las fechas de nacimiento y fallecimiento indicaban que habían tenido una vida corta y una muerte conjunta. Posiblemente, otra mala broma del destino. Si por algo se conocía a la muerte es por su mal sentido del humor.

La visitante dejó las flores en el suelo y se arrodilló frente a la tumba, como todos los años. Desde su escondite, un arbusto a unos pocos metros, Eve y Gabriel pudieron contemplar su rostro sereno y sus ojos profundos como pozos. Ambos menores se preguntaron lo mismo, pero fue ella la que tuvo el valor de convertir aquella duda en palabras.

—¿En qué crees que estará pensando?

—En lo mismo que todos los años, supongo –contestó el pequeño-. Y en lo mismo que todos los que vienen aquí, también. En que los echará de menos y eso.

—Creo que eso es bastante obvio, pero… no sé, creo que hay algo más. Me gusta pensar que hay una historia detrás de esa chica, una historia especial… como los cuentos del señor Inglaterra –Levante ladeó la cabeza y su pelo rubio cayó hacia el lado contrario muy graciosamente. Vista así, parecía aún más dulce e inocente si cabía-. Es decir… nunca la hemos visto en cualquier otro día del año. Y tampoco la hemos visto en cualquier otro sitio de la ciudad. Supongo que eso significa que no es de por aquí y que sólo viene en días como hoy para inmediatamente irse. En ese caso, ¿quién es ella? ¿Quiénes son los que están enterrados? ¿Por qué es tan importante para ella no faltar ni un año? ¿Cuál es su historia?

Esa última pregunta apenas la suspiró, con los ojitos entrecerrados, como buscando la verdad en el aire. Y la única respuesta que obtuvo fue que Gabriel se encogiera de hombros. No había manera de entrar en la mente de la forastera para averiguarlo, ni siquiera de adivinarlo.

(Bien es sabido que el sexo femenino es el más intuitivo y el más interesado en el prójimo de los dos. Eso explicaría que cierto inglés de cejas gruesas tenga tan desarrollado su lado maternal, lo que podría conducir a varias bromas desternillantes. Pero lo mejor será dejar eso para otro momento. Nunca se sabe cuándo puede estar escuchando.)

Mientras tanto, la joven albina siguió con su rutina de todos los años: el silencio. Un largo rato en el más absoluto silencio, únicamente interrumpido por el cantar de los pájaros y el gruñido de algún mono pesado. Un silencio que ya de por sí era bastante común en aquel cementerio, pero que se hacía más palpable en aquel momento, cuando la de pelo blanco cerraba los ojos y se abandonaba a lo que fuera que la había traído allí.

(En algunas ocasiones, los dos pequeños espías sentían cómo la temperatura descendía algunos grados llegados a ese punto. Hasta el momento, no habían podido asegurar si se debía a la presencia de un fantasma o de los fantasmas interiores de la mujer cobrando vida.)

La rutina acababa siempre con unos ojos que se abrían, un suspiro algo pesado y una marcha igual de tranquila y enigmática que la llegada. La peliblanca desaparecía y ninguno de los dos volvía a saber de ella hasta un año después, cuando un nuevo ramo de claveles volvía a entrar por la misma puerta. Y nada parecía que fuera a cambiar ese año.

Pero quiso la casualidad (o el destino) que aquel año cierto visitante inesperado interviniera en la escena y rompiera con la que ya casi había sido instituida como una tradición. Y fue gracias a eso que la colonia británica y la brisa mediterránea supieron por fin quién era aquella chica que parecía estar hecha de leche y nieve y qué historia se escondía guardaba tras sus claveles y sus ojos grises. La historia de una noche y un osito. Una historia de dolor y culpa.

(Y también una historia de fantasmas.)

—Sabía que la encontraría aquí, señorita Nina.

La mujer no se inmutó. Si acaso, sonrió ligeramente, curvando un poco sus labios hacia el cielo. Todo lo contrario a Levante y Gibraltar, que miraron al recién llegado con los ojos redondos como platos llanos y la boca abierta como un túnel.

¿De qué conocía Inglaterra a aquella señora?

—Así que es cierto que me investigó –comentó la tal Nina con voz casual, aún de rodillas y con los ojos cerrados. Algunos mechones de su pelo revolotearon con la ligera brisa del Peñón, confiriéndole un aspecto entre salvaje y sabio.

(Aquello no fue más que una confirmación para Eve y Gabriel: aquella mujer seguro que era una elfa o una bruja, como Galandriel o Morgana le Fey.)

—Nunca hubiera permitido que me tratara de aquella manera sin saber a quién me enfrentaba.

—Y menos darle tanto dinero, supongo –rió ella.

—Cierto –el inglés se acercó y leyó la lápida con el cejo fruncido-. ¿Los echa de menos?

—¿Me habla en serio?

Su voz había cambiado ligeramente, se había crispado. Igual que su frente. Arthur pareció darse cuenta, porque tragó saliva y puso la misma cara que cuando intentaba explicarles algo complejo para la edad que tenían y vergonzoso para él. Pero por suerte, la molestia no duró mucho en Nina, porque sus siguientes palabras tenían claramente otro cariz.

—Todos y cada uno de los días de mi vida –admitió con un suspiro mientras abría los ojos al fin-. Apenas me queda un recuerdo idealizado de ellos, pero soy incapaz de deshacerme de él. Ni de él ni de la culpa, claro.

Y por primera vez, los pequeños vieron el dolor en los ojos de aquella mujer llena de secretos. Comprendieron que era una mujer en parte rota, hundida, portadora de una carga incómoda e indeseable. La del duelo por una pérdida que lamentaba cada día y la de la certeza de ser la causa de ello.

Y admiraron su capacidad de actuar como si aquello fuera totalmente normal. Su entereza.

(La hipótesis de la elfa ganó fuerza. Sólo una guerrera elfa tendría una fuerza interior así.)

Esperaban que su tutor allí presente dijera algo. Una frase de consuelo, un pequeño intento de alivio, unas palabras dulces acompañadas de una sonrisa. Lo que hacía con ellos en situaciones similares.

Pero nada de eso pasó. En su lugar, Arthur Kirkland guardó silencio, tragó saliva y miró al suelo. Casi parecía que temiera a aquella prácticamente desconocida.

Eve no lo entendió. El señor Inglaterra era el hombre más fuerte y más valiente que ella había conocido. Y sin embargo, allí estaba, avergonzado, apocado.

¿Qué tenía aquella dama para que tuviera ese poder sobre todo un país?

—En fin –concluyó la albina de alguna manera, levantándose y sacudiéndose la ropa-. Ya nos veremos, señor Kirkland. Cuídese.

—Igualmente… –murmuró el susodicho mientras la observaba marchar-… Caroline.

La mujer se estaba alejando tan elegantemente como siempre, pero al oír ese hombre se paró, inmóvil como una estatua, y empezó a girar la cabeza lentamente hasta ser capaz de mirarlo por encima de su hombro. Estaba tensa, como nunca la habían visto ninguno de los ahijados de Inglaterra.

—No vuelva a llamarme así, señor Kirkland. Yo no soy Caroline.

Acto seguido volvió a erguirse y desapareció tal como pretendía por la puerta del cementerio, dejando a Inglaterra en el mismo lugar, con una expresión en el rostro que no supieron interpretar.

Eve y Gabriel se miraron. Asintieron a un tiempo y salieron del arbusto, acercándose al adulto con timidez. Se abrazaron a sus piernas y desde allí pudieron ver como el británico sonreía. No los miró. No le hacía falta para saber quiénes eran.

No en vano les recordaba cada vez que los veía y todos los días por teléfono que eran…

—Mis niños favoritos.

Eve se sonrojó de puro placer y Gabriel sonrió de oreja a oreja. Esas tres palabras les bastaban para saber lo mucho que los quería.

—¿Habéis estado bien? –les preguntó, mirándolos con una sonrisa de orgullo paterno.

—¡Mucho! Hemos jugado con los monos, y…

El discurso infantil y alegre de Gibraltar fue cortado de cuajo por la vocecilla de Levante, sorprendentemente segura para tratarse de ella.

—Cuéntanos su historia.

El inglés la miró sin entenderla. Más que eso, sin creérselo.

—¿Qué?

—Os hemos visto desde allí –señaló el arbusto-escondite-. Quiero entenderla. Quiero saber porque viene todos los años y hace exactamente lo mismo, sin la mínima variación. Por qué no utiliza su nombre. Por qué la conoces. Que sea el cuento de esta noche. Quiero… saber su historia.

(Y también quería saber por qué en esta ocasión era capaz de ver un hada.)

El señor Inglaterra la miró como si no la viera realmente. Como si viera detrás a través de ella. Como si la evaluara.

Eve no soportaba eso, siempre le entraban ganas de esconderse cuando alguien lo hacía. Pero era Arthur quién lo hacía. No tenía nada que temer.

—… no es una historia agradable. Y no estoy segura de que ella lo permitiera.

—Por favor…

Sus ojos azules brillaron, y los verdes de Gabriel alternaron su centro de atención entre el adulto y su amiga. La súplica solía ser la mejor arma de Eve, y si aquello no funcionaba, poco más tendría para convencerlo.

Por suerte, bastó.

—Con tal de que ella no lo sepa... -el adulto suspiró, vencido-. Y nada de volver a espiarla, ¿de acuerdo?

Ambos niños sonrieron y asintieron. Aquello era fácil de cumplir. No pensaba volver a espiarla.

(A las hadas no les gusta que las observen sin permiso, y lo acababa de comprobar.)




Un año después, Nina volvió a cruzar la puerta del cementerio con otro hermoso ramo de claveles. Volvió a moverse entre las tumbas y encontró la de sus padres donde siempre. No esperaba encontrar nada más aparte de eso. Ni siquiera el ramo del año pasado, sabía que el servicio de limpieza se encargaba de retirarlo cuando empezaban a marchitarse.

Y mucho menos esperaba encontrarse a aquella niña menuda de pelo rubio y tímida sonrisa.

La psicóloga paró en seco, visiblemente contrariada. Nunca había visto a aquella niña, y no alcanzaba a entender por qué tenía algún interés en el lugar que descansaban sus padres. Ni tampoco por qué parecía que la conocía.

La menor se acercó, aumentando su sonrisa. Nina admitió que parecía encantadora, pero aquello no dejaba de ser raro por ello.

—Hola –saludó con una voz de miel, cantarina.

—Hola… -respondió la albina con cautela.

—Yo soy Eve. Y tú eres Nina.

—… ¿cómo sabes mi nombre?

—Simplemente lo sé. Al igual que se que vienes cada marzo a ver a tus padres, a dejarles flores y a pedirles perdón. Y también sé que  ése no es tu verdadero nombre. Te llevo viendo mucho tiempo –sus ojos brillaron-. Lo siento mucho por vosotros, y por ti sobre todo. Pero no te preocupes, ellos no te culpan.

—Cielo, no quisiera ser grosera, pero prefiero que no hables de lo que no sabes.

—Oh, pero sí lo sé. Lo siento. El aire me lo dice –abrió los brazos y dio una vuelta sobre sí misma-. No tengo tanta capacidad como el señor Inglaterra, así que no puedo ni ver criaturas mágicas ni ver fantasmas. Pero al menos soy capaz de sentirlos. Están aquí, a nuestro alrededor. Y ellos también están. A veces vienen a verte cuando toca tu visita. Ellos también te echan de menos, ¿sabes?

Aquellas palabras la confundían más y más a cada segundo que pasaba. Eve soltaba grandes cantidades de información a gran velocidad, así que Nina tenía que analizarla por partes separadas.

—¿Conoces al señor Kirkland?

—Claro, es mi protector. Él me lee cuentos por las noches y me deja pasear por toda la isla. Le gusta las nubes que le traigo y no le importa que normalmente tenga miedo de los extraños. Se preocupa por mí. Debo agradecerle que lo ayudara con su problema.

—Y dices… que puedes sentir las cosas que él ve.

—Me gustaría poder verlas, pero de momento tengo bastante con sentirlas y mis cuentos. Quizá, algún día…

Se quedó mirando el cielo, con aire soñador. Nina la observó, con la misma cara metódica con la que observaba a sus pacientes en la consulta con la intención de encontrar pistas. No era humana, eso estaba claro. Por un momento pensó que se trataría de Gibraltar, pero lo de las nubes no le encajaba. ¿Quizá… no era un territorio? Pero entonces, ¿qué era? ¿Y por qué estaba tan fuertemente vinculada al británico?

No era educado preguntárselo directamente, así que saltó al siguiente tema.

—Dices… que sabes lo que ellos piensan.

—Se alegran de verte, eso está claro –respondió Eve, aún con la mirada perdida a saber dónde-, pero es una alegría agridulce. No les gusta que te martirices tanto, y no saben cómo hacértelo saber. Así… decidí ayudarles –se encogió de hombros y sonrió-. No puedo obligarte a que te perdones, pero creo que merecías saberlo. Al fin y al cabo… las hadas nunca deberían estar tristes.

—… ¿qué?

Eve se limitó a sonreír antes de alejarse dando saltitos.

—¡Nos vemos el año que viene! –se despidió atravesando la verja.

Nina la miró marcharse, parpadeando repetidamente. No estaba segura de lo que acaba de pasar y tampoco de si realmente quería entenderlo.

"… la influencia del señor Kirkland es notable. Y preocupante", se dijo a sí misma.

Tras unos segundos de meditación silenciosa, se encogió de hombros y sonrió. Al menos la había hecho sentir bien, y eso era mucho dadas las circunstancias.

Y a una distancia considerable, Eve fue consciente de esa sonrisa, y saber que ella era la causa la llenó de orgullo propio y placer.

Sabía que no bastaría para que aquella mujer dejara de culparse y de sufrir, pero era un comienzo. Tenía mucho tiempo para insistir y explicarle cosas. Y ella lo entendería, seguro. Y aprendería. Era una mujer sabía y comprensiva, y ambas sacarían provecho de la situación.

(Aquello era tan típico de las hadas...)

Mientras andaba distraída, con el viento bailándole en los pies, cerró momentáneamente los ojos y recordó la noche de hace exactamente un año, cuando el señor Inglaterra les contó la vida de la señorita Nina, mujer de carácter pero con buen corazón que lo había dado todo por ayudarle.

"Ella puede ser peor que un dolor de muelas", recordó que le contó el inglés, algo crispado. "¡Peor que mil dolores de muelas, de hecho! Y a veces pasa de la autoridad y de todo con tal de salirse con la suya. Pero nunca es algo que ella quiera para sí. Siempre es para los demás, para sus pacientes. Puede parecer House en ese sentido, pero… pero ella pone el corazón en lo que hace. Y por eso… supongo que en cierto modo le tengo cariño. Es demasiado buena… demasiado buena…"

Y para Eve eso había sido suficiente. Aquella joven había ayudado a lo que más quería en el mundo, y ahora había que devolverle el favor, cosa que haría encantada.

(Los regalos de las hadas había que ganárselos. Y para Eve, aquella penitencia no era más que un sueño hecho realidad. Porque, por una vez, ella era parte del cuento, una protagonista más. Y estaba segura de que en aquella ocasión, el cuento iba a tener un bonito y ensoñador final feliz.)
¿Sabeis esa sensación cuando teneis una idea en la mente y a la hora de escribirla... os sale una cosa totalmente distinta? Así nació este fic.

Se supone que es un regalo de cumpleaños para mi amiga Ari... no puedo asegurar que le guste, es bastante... raro, con el añadido de que lo escribí de madrugada y de que tendría que haber salido mi Angelines. Pero en fin, a lo hecho pecho. Feliz cumpleaños,cielo :).

Eve Kirkland (Levante) © :iconxosogo:

Gabriel Kirkland-Fernández (Gibraltar) © :iconerika14:

Arthur Kirkland (Reino Unido de Gran Bretaña y el Norte de Irlanda/Inglaterra) © Himaruya

Nina y este escrito © :iconcherryandberry:
Comments4
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ladydarkness2012's avatar
escribes y te expresas muy bien :)